Odia mirar el mar porque es inmenso.
Su infinito camino le estremece
y a cada ola el dolor en su alma crece
inundado de aquel piélago intenso.
Odia mirar el mar porque está solo.
La irónica soledad de sus vientos
toa su corazón entre lamentos
y le deja en sí mismo solo, solo.
Odia mirar el mar porque es del cielo:
estrellas que cayeron azuladas
a la arena amarilla, enamoradas
de su color, luciérnagas de hielo.
Odia mirar el mar porque hace ruido
y le abrasa el silencio de la nada
y obliga a su memoria abandonada
a recordar aquel naufragio. Olvido.
Odia mirar el mar porque es reencuentro
con lo que olvidó una noche de brisa,
con las lágrimas que escondió su risa
y con lo que debió sacar de dentro.
Odia mirar el mar porque otras veces
paseaba con su amada por la arena,
librando a las estrellas de su pena
y alimentando de amor a los peces.
Odia mirar el mar porque está muerto.
Muerto está y siembra muerte a navegantes
que, de su perversidad ignorantes,
no dejaron sus vidas en el puerto.
Por eso tira piedras a sus olas,
porque ellas se llevaron a su amada
de espuma de azucenas encerrada
dejando a las estrellas solas, solas.
Por eso lanza gritos destrozados,
porque el mar robó al cielo los luceros
y sus ojos, que no eran marineros,
murieron en el piélago ahogados.
Odia mirar el mar porque no hay nada.
Nada en su soledad ni en su mentira.
Se marcha desolado, ya no mira
las aguas que mataron a su amada.
Y, odiándose a sí mismo y sin pensar,
vuelve como si nada con las rosas,
que un día le advirtieron virtuosas
que no se enamorara nunca del mar.
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