Hoy es el último día de mi vida.

Siempre asumí que sería
el día de mi muerte,
pero ahora comprendo
que morir es una tontería.
Y no es que se muera de amor.
Es que la vida se acaba
pero se sigue viviendo
y ese es un castigo
que jamás asumí que llegaría.
Si hubiera muerto, al menos,
no tendría que observar
cómo ella se va,
cómo se va lejos,
y cómo yo me quedo
con la misma vida que antes
pero con una vida menos.

Cada vez que me siento solo
debería pensar que hay gente como yo,
pero cuando me siento solo me siento solo,
y no lo pienso.
Cada vez que me siento solo
debería pensar que tengo a mucha gente,
pero me siento solo,
y no estoy solo.
Cada vez que me siento solo
debería pensar en los que de verdad están solos,
pero yo me siento solo.
Y no estoy solo.
Cada vez que me siento solo,
cada vez que me siento distinto,
debería  pensar que, por muy raro que sea,
seguro que hay otros tan raros como yo.
Seguro.
Pero me siento solo,
y estas palabras probablemente sean
la única manera que tengo ahora
de no sentirme tan solo como me siento.
Tan solo como estoy.
Tan solo como no estoy.

Y de repente ocurre
cuando menos te lo esperas,
cuando ya estaba el final bastante cerca,
cuando uno ya no sabe.
Ocurre
cuando habías empezado
a dudar de tu existencia,
cuando más desconfiabas
del hombre y su presencia en este mundo.
Ocurre de repente. Ocurre.
Y todo el sufrimiento almacenado
se evapora lentamente
en la culpabilidad del tiempo perdido,
del tiempo que se gasta tontamente:
algo que tantas veces
ocurre.