Hay recuerdos que se van yendo poco a poco.
Y hay recuerdos que mueren de repente.
Se sabe así que no van a volver nunca,
pero no se sabe bien adónde van cuando se mueren.

Hay recuerdos que se matan,
pocos, porque los recuerdos saben bien cómo defenderse,
pero hay recuerdos que se matan
y no vuelven.
Y no vuelven… ¿o sí?
Vuelven como fantasmas, ahora con sabor a muerte,
con sabor a que la vida no es ya la misma
a que falta algo aunque ya no se recuerde.

Hay recuerdos que no se van yendo poco a poco
y dejan un vacío en el pasado cuando mueren,
un vacío donde deberían quedar los recuerdos
que expliquen por qué duele la vida cuando duele.

Dejemos que los recuerdos duelan
para saber mirar de frente
para entender que por matar el pasado
el amor no va a dejar de acercarse a la muerte.
Recuerdos que, si son peores,
darán más sentido al amor nuevo que llegue.
Y, si son mejores…, si son mejores ayudarán a comprender
que la vida sabe mejor que uno lo que uno quiere.

Los recuerdos deben irse yendo poco a poco.
Si dejamos que se alejen,
tendremos tiempo para encontrar
el lugar que ocupa su sombra en el presente.

Hay personas que llegan así:
poco a poco.
Un día las ves y no pasa nada,
pero ya no vuelves a ver nada del mismo modo.
Hay personas así:
van poniendo una pequeña parte de ellos
en todo.
No irrumpen con fuerza;
pero la felicidad tampoco.
Por eso, cuando uno se enamora de ellos
no se produce ningún trastorno.
El corazón hacía tiempo
que ya lo tenía preparado todo.

Hay personas a las que se quiere así,
como si fueran una parte de nosotros,
como si hubieran estado siempre ahí,
como si nos hubieran seguido para saber cómo somos.

Y es una persona así
la que hace un tiempo me besó poco a poco,
la que me puso una parte de ella
en todo,
la que me hizo feliz porque me enseñó
que para serlo no hace falta convertirse en otro,
que todos podemos ser felices
si una de esas personas nos coge de la mano y nos enseña cómo.