Dímelo otra vez, sí.
Me quieres, me quieres, me quieres.
No importa que diciéndomelo
me hayan engañado tantas veces.
Tú lo dices de una manera tan especial…
Podría ser mentira, pero sé que al menos mientras lo dices lo sientes.
Y yo ya me conformo con eso,
con las palabras que son verdad un segundo
aunque luego se desorienten.

Dímelo otra vez, sí.
Me gusta saber que hay al menos un segundo en que me quieres,
aunque luego se te olvide,
aunque luego nada sea lo que parece.
Pero contigo suena a verdad,
suena a que, aunque no lo digas, me quieres,
suena a que por fin he encontrado a la persona
a la que no tendría que insistir para que lo dijera tantas veces.

Pero dímelo otra vez.
Me quieres, me quieres, me quieres.
Que al menos esos segundos pueda sentir
que merece la pena que siga siendo fuerte.

Tal vez debería haber sabido mentirte.
¿Qué me habría costado decirte que podía esperar?
¿Por qué me entró tanta prisa de repente?
¿La última vez no había acabado tan mal?
No sé. Eras distinta.
Por primera vez al equivocarme no me entraban ganas de llorar.
Y además no me entró la prisa, me entraron ganas.
El tiempo y el deseo a veces se distinguen mal.
Tal vez me debería haber callado.
¿Tanto me costaba aguantar un poco más?
Pero es que era la primera vez que después de todo
me daba cuenta de lo que significaba decir te quiero de verdad.
Te lo tenía que decir. Las palabras se peleaban en mi boca
y no había ni un recuerdo que pudiera echarlas para atrás.
Bastante hice malgastando versos
para deshacerme de palabras demasiado bonitas que te pudieran asustar.
Tal vez debería haber sabido
que tú eras distinta, sí, pero que yo era el mismo que asustó a las demás
y que era probable que tú tampoco entendieras
lo que yo era capaz de imaginar tan pronto,
por mucho que esta vez fuera real

Tal vez me debería haber callado, sí,
pero no lo hice. Ya se sabe que yo lo hago todo fatal.
Pero quizá porque lo hago todo mal tú te quedaste.
Eras de las que no se asustan porque las quieran de más.
Eres de las que no temen que las quieran demasiado
porque siempre tienes dentro amor con el que contraatacar.
Y así no te asustaste cuando te dije tantas veces que te quería.
Solo dijiste que me guardara algún te quiero por lo que pudiera pasar.
No había prisa. Tú me hiciste comprenderlo
al enseñarme que lo que parecía prisa era en verdad inseguridad.
Y que si me pongo tan nervioso siempre al principio
es porque siempre me ha dado mucho miedo el final.
Pero contigo es distinto: contigo no hay principio,
porque no tiene principio lo que siempre ha sido real.

¿Por qué te da pena
no haber estado conmigo cuando estuve triste?
¿No te das cuenta de que ahora estás,
ahora que era más fácil que todo empezara a confundirse?

Sí, lo pasé muy mal.
Te habría abrazado como cuando uno aún cree que es evitable despedirse.
Mis lágrimas te habrían parecido granizo
de lo fuerte que lloré para entender lo que es morirse.
Pero no importa. Eso pasó.
Parece que fue suficiente con lo que hice.
Conseguí estirar la pena para que, aun durando más,
cada día fuera una dosis asumible.
Y cuando ya empezaba a ser demasiado larga,
cuando ya estaba harto y empezaba a arrepentirme,
cuando cada día era una prueba más de lo tonto que es vivir,
apareciste.

Por eso, que no te dé pena
no haber estado conmigo cuando estuve tan triste.
Tenía que superarlo yo solo
para que tú llegues ahora con fuerzas para revivirme.

Lo pasé mal, sí.
Te diría que fue terrible.
Pero que no te dé pena.
Quédate con que no hay nada imposible.
Quédate con que estás con la persona que te querrá para siempre
porque ni la muerte fue capaz de destruirle.

Deja un rato abierto, por favor,
que entre un poco de tiempo.
De vez en cuando hay que ventilar,
que los segundos enseguida huelen demasiado a recuerdos.
Y no está mal recordar,
pero es mejor hacerlo en un sitio abierto,
donde el aire no se mezcle
con lo que va llegando nuevo.

No, no cierres todavía.
Sí, soy joven, pero en mi cuarto los años pasaron más lentos.
Los que nos entusiasmamos con las cosas
tenemos el problema de crear demasiados recuerdos.

Ya se puede respirar mejor, ¿no crees?
Yo no me daba cuenta mientras estaba dentro.
En verdad fuiste tú la que lo notaste:
el aire de mi cuarto estaba un poco denso.

Sí, ya va haciendo un  poco de frío.
Tranquila, tú quédate ahí. Yo cierro.
Contigo a mi lado no se me olvidará
ventilar cada vez que me cueste moverme por el tiempo.

Y, cuando se vuelvan contra nosotros
los recuerdos que juntos vayamos construyendo,
saldremos fuera a respirar
para que en el aire parezca que son menos.
Así el futuro que nos quede por delante
siempre tendrá un aroma fresco.
Y así vivir será siempre avanzar juntos
aunque juntos poco a poco nos vayamos yendo.

Invéntame.
No me pidas que sea como quieres.
Invéntame.
Hazme una creación tuya.
Que yo sepa cuándo quieres que haga algo,
que no lo intuya.
Invéntame.
Que todo sea por ti,
que nada haga que sufras.
Si ves que no puedo contentarte,
invéntame,
que por ti puedo desaparecer de nuevo
para que me descubras.

Me paso el día dando consejos a otros
y luego no soy capaz de dármelos a mí.
Y el primero que debería cuidarse soy yo,
soy el primero que debería darse cuenta de que no basta con sobrevivir.
¡Qué pesado soy con que puedo con todo!
¡Qué miedo tengo de que equivocarme me explique qué hago aquí!
¿Cómo puedo analizar tan bien los problemas de otros?
Será porque los tengo todos dentro de mí.
«Tienes que asumir tus limitaciones», le digo a alguno.
Y yo no asumo ni que un día me voy a morir.
«Cuanto antes la olvides, mejor», le digo a otro.
Y yo la olvidé, sí,
pero no la olvidé por decisión mía,
el tiempo tuvo que tomar la decisión por mí.
«Lo importante —digo siempre—
es que hagas lo que hagas seas feliz».
Y yo no es que no haya sido feliz ni un día
es que siempre he descartado por principio vivir así.
Siempre he creído que ser feliz sería
lo que acabaría extirpándome los sueños de las ganas de vivir.

Y así voy dándole consejos a la gente,
mientras yo los esquivo para no asumir
que soy como todos, que necesito ayuda,
que puede que entienda cualquier problema,
pero que no sirve de nada si no me entiendo a mí.

¿Te ayudo a subir? ¿Puedes?
Yo he subido aquí mucho.
Me subo cada vez que no entiendo nada,
lo cual me pasa a menudo.
No suelo subir con nadie.
Vengo cuando estoy enfadado con el mundo,
cuando no entiendo por qué quiere tener a alguien como yo
que se lo debe todo, pero que no quiere seguir siendo suyo.
Mira qué vistas. ¿No te parece
que se ve todo más claro desde aquí, desde el futuro,
sin la presión de tener que vivir,
viendo los supuestos fragmentos de nuestras vidas todos juntos?

¿Te quieres bajar ya?
Yo suelo estar más tiempo cuando subo.
Me gusta quedarme mirando cómo no pasa nada.
Pocas veces me aburro.
Pero lo entiendo:
no es cómodo ver cómo es todo de absurdo.
Yo por eso cuando bajo trato de olvidarlo
y, si no puedo, disimulo.

Vuelve a subir cuando quieras.
A veces viene bien saber lo que es uno,
viene bien irse al final del todo
para entender que todos los puntos son como el último.
Yo hoy me quedaré un rato más,
pero estoy bien; es solo que a veces me asusto,
me creo demasiado que avanzamos al vivir
y no entiendo que no hasta que no vengo y me subo.

Hay algunos lunes, muy pocos,
en los que me siento como nuevo.
Nada más despertarme me asaltan las penas,
pero yo me las quito de encima con un simple «hoy no quiero».
Salgo a la calle y miro a todos con ternura.
Sonrío ante sus malas caras y no me preocupo por ellos.
¿Alguien se ha muerto porque sea lunes? No.
Aunque sea verdad que lunes a lunes nos vamos destruyendo.
Pero esos lunes ni siquiera eso me importa.
Me siento como cuando llevé a la casa del terror a mis primos pequeños.
Cambió mi perspectiva: simplemente por saber que debía proteger
se me quitaron todos los miedos.
Y así me siento algunos lunes,
como si al final me hubiera ayudado escribir tantos versos,
como si por fin lo entendiera todo.
Al final es posible olvidar también todos los días malos en un día bueno.
Me dan ganas de parar a alguien y decirle: «No te preocupes.
Yo he visto que las preocupaciones son solo sentimientos.
Y los sentimientos no pueden hacernos nada
si no queremos».

Hay algunos lunes, muy pocos,
en los que veo todo lo que me suele asustar
desde lejos
y no me siento tonto por dejarme asustar otras veces.
Me entiendo.
Y es que me creo que lo sé todo del ser humano,
que sé más incluso que el día que me mareé
cuando me dieron el primer beso.
Me creo que sé más que cuando lloro.
Y puede que sea cierto.
Puede incluso que sea mejor
aunque se divirtieran más que yo aquel día mis primos pequeños.
Puede que no haga falta saber
por qué queremos tener sentimientos,
por qué nos reímos cuando contamos
el miedo que nos siguen dando algunos sueños,
por qué nos une tanto contarnos los viernes
el sueño y la tristeza que cada lunes tenemos.
Puede que no haga falta
saber nada de esto.
Puede que estando siempre como yo algún lunes
fuéramos perfectos.
Pero, si algo me hace escribir esos lunes,
si algo de inseguridad me queda por dentro,
es esa tendencia que tiene todo
a ser al final mejor si es imperfecto.

Un día digo una cosa
y otro día digo otra.
Parece que no me aclaro con mis poesías.

Es que es precisamente eso,
hay que explorar todas las partes de la vida.
Hay que taparse la nariz a veces
y escribir aquello a lo que ni de pequeño te atrevías.
Hay que pegar patadas a todas las paredes
para saber cuál no estaba ahí cuando las lágrimas
todavía sonreían.
Hay que odiar y amar,
hay que meter mucho la pata algún día.
Hay que dejarse llamar toda una noche
y poner la excusa de que con la oscuridad no se oía.
Hay que decir completamente lo contrario de lo que uno piensa
para saber cómo somos cuando destrozamos todo lo que nos esclaviza.
Hay que contradecirse, pellizcarse,
reírse con las pesadillas.
Hay que volverse loco leyendo un libro
y dar miedo por tener demasiado grande la sonrisa.

 

Así se estira todo de tal forma
que es luego más fácil caber en la vida
y podemos ser normales sin que nos rocen
los zapatos que nos obligan a ponernos el primer día
para que no notemos con los pies descalzos
que la vida casi siempre por debajo está bastante fría.