Me esperabas en tu cuarto
viendo en la noche llover.
Tu alma era una rosa
temblorosa y ya sin fe.
Le regalaste a la luna
tus lágrimas de mujer
y le dijiste vencida:
«Yo nunca le olvidaré».
La tristeza más profunda
se escondió bajo tu piel.

Al otro lado del cielo
yo te esperaba sin fe.
Intentaba distraerme
escribiendo en un papel;
pero al verlo tan intacto
me recordaba a tu piel
y escribí sumido en llanto:
«Yo nunca la olvidaré».
Las palabras empapadas
se escurrían del papel.

Tristísima noche aquella.
Tristísimo cielo aquel.
Los dos dijimos a un tiempo:
«Nunca te volveré a ver».
Y la luna apagó sus pupilas
y dijo: «Nunca os olvidaré».

El sol saluda a la noche
que cuidadosamente lo tapa
con su colcha de fina plata
y luego se mete en su bote.

Un bote que pronto partirá
para llegar al mar
y ahí volver a nacer
el sol que tanto ilumina
de luz, abrigo y amor
porque la madre del sol, la noche
enseña a su hijo amado
cómo amar sin recibir
más que el reflejo del agua.

Madrid, 29 de diciembre de 1997.