Hay que llegar un poco más lejos.
Somos capaces de más.
No nos conformemos
simplemente con hablar de amar.
Somos capaces de escribir cosas mejores.
Hay que dejar los sentimientos habituales atrás.
Saquemos ese extraño deseo
que a veces tenemos de que todo salga mal.
Saquemos esa envidia
que a veces la persona a la que queremos nos da.
La vida no es mejor cuando estamos con alguien
es simplemente que todo nos da un poco más igual.
Lleguemos al origen de las cosas,
a esa extraña y universal idea que es amar.
No nos conformemos
solo con echar de menos y suspirar.
Dejémonos de orgasmos, de sexo fácil, de fechas, de miradas,
de esas superficialidades que a los poetas de ahora les ha dado por explotar.
Lleguemos al fondo de todo.
Veamos lo que solo la poesía puede dar.
Esas ganas de llorar que incluso en los días más felices
de repente nos dan,
esos momentos que parece que no se han inventado
porque hay dos palabras que a nadie se le ha ocurrido juntar.
Dejémonos de juegos de palabras
que a cualquiera se le pueden ocurrir con solo mirarse un lunar.
Vayamos más lejos, que somos capaces,
que, aunque algunos se empeñan en ver solo la piel, somos algo más.
¿Por qué si no todos los seres humanos iban a haber amado
y el que ha dicho que no siempre se ha tenido que justificar?
¿Por qué todos si no iban a leer poesía
y el que cree no hacerlo un día descubre una pila de sentimientos sin clasificar?
Porque tenemos algo dentro,
algo especial,
algo que hemos camuflado entre palabras correctas y mediocres
y bajo el excesivo gusto que da acariciar.
Y todo porque ese algo se parece un poco a las palabras
y se parece un poco al gusto que una caricia nos da.
Pero no es solo eso.
Es algo más.
Es la capacidad de unirse a una persona
de una manera que ni la poderosa ciencia ha sabido explicar.
Es estar unidos sin contacto,
sin que la muerte, el tiempo, una mano o una sombra puedan separar.
Y eso lo podremos camuflar con muchas cosas,
pero eso es amar.
Y todos lo tenemos en la punta de la lengua;
solo falta que los poetas, o quien sea, vayamos dando sinónimos
hasta encontrar el de verdad.

es lisonja de la pena
perder el miedo a los males
Sor Juan Inés de la Cruz

Las penas envalentonan.
Por eso uno no se retira de estar triste,
igual que en una pelea
uno no para aunque sus amigos se lo piden.
—Yo puedo con todas—
uno a sí mismo se dice.
Y no puede, pero las penas
le mantienen un buen rato peleando para divertirse.
Y le dan mil golpes cargados de miedo del futuro,
pero a la vez le dan un recuerdo bonito con el que cubrirse.
Le envalentonan porque le hacen creer
que ahora que es mayor puede tumbar a los días grises.

Pero no. No se puede vencer a las penas.
Es imposible.
Por eso hay que aprender a asumir
que no pasa nada porque uno de vez en cuando se ponga triste.
Hay que saber retirarse.
Hay que ser humilde
porque no es culpa de uno
que las cosas cambien tanto
según el momento del día en el que se miren.

Me pongo triste los martes.
Será una enfermedad. No sé lo que me pasa.
Tal vez alguna me dejó ese día…
pero la verdad es que no recuerdo que ninguna me dejara.
Siempre fui yo el que no supo entender
que con ser felices bastaba.
Tal vez murió alguien un martes
o quizás es el día en que recuerdo que odio las semanas,
en que recuerdo que el tiempo va pasando
y nosotros como tontos lo ordenamos como si no nos importara.
Tal vez los martes tengo más sueño que otros días.
Hasta he llegado al absurdo de pensar que hubo una Marta.

Me pongo triste los martes. No sé.
Y además sobre las 8. Es una cosa muy rara.
Me entra como agobio por el pecho
y siento que estoy malgastando mi vida haga lo que haga.

Menos mal que ahora tú los martes sabes
que tienes que estar a las 8 puntual en mi casa.
Tú que eres la única que sabe convivir
con las tristes cosas que no sé por qué me pasan.

¿Qué es eso de que solo quieras verme?
¿Tanto amor para luego
conformarte con eso?
¿Tanta fuerza tienen los sentidos?
¿Tan poca cosa somos?
Lo que más te apetece es verme.
Ni cine, ni cena, ni noche de pasión.
Solo verme.
Y a mí verte a ti.
Con eso basta.
No digamos más. Vernos.
Porque hay cosas
que es mejor no decirnos.
Porque hay cosas
que es imposible decir.
Vernos.

Para qué hundirnos en lo malo.
Lo que ya pasó, parece tonto decirlo, pero es pasado.
Veámoslo todo desde el lado bueno.
Qué bien que le dio a otro aquel beso.
Así aprendí que no es malo ser joven,
que a esa edad los golpes aún no recuerdan,
sino que responden.
Qué bien que me dejó el corazón destrozado.
Así aprendí que, aunque apetezca,
el amor tampoco se empieza por el tejado.
Qué bien que perdí tanto tiempo pensando en ella.
Así estuve distraído
y no me preocupé de lo triste que sería perderla.

Para qué hundirme, pues, ahora en lo malo.
Para qué pensar si ese «Te quiero» ya lo dijo
con el corazón mirando para otro lado.
Es mejor pensar que todo eso me hizo fuerte
y que por eso ahora puedo aguantar sin sufrir
más de dos días sin verte.
Es mejor pensar que el tiempo invertido
no hizo más que confirmar que, aun muerto,
se puede seguir estando vivo.
Qué bien que su cuerpo fuera tan suave.
Ahora sé que el tuyo lo es más,
ahora sé que lo perfecto es fácilmente superable.
Qué bien que, aun dejándolo yo, fuera yo el perjudicado,
ahora sé que intentar hacerlo bien pero hacerlo mal
no es tan raro.
Qué bien de verdad que me diera tantos palos la vida
así consideré que era normal no ser feliz
en la edad en que serlo era una simple alegoría.

Lo malo es que aún me siento un poco culpable
de haberle hecho perder el tiempo,
de no haberle dado motivos suficientes para amarme.
Aunque, pensándolo bien, si sufrió o sigue sufriendo por mi culpa,
será porque no se ha planteado las cosas como yo nunca.
El día que se las plantee seguro que dirá «Qué bien
que él supo hacerme sufrir
como le hice sufrir yo a él».
Y así los dos, viéndolo todo desde el lado bueno,
seremos por fin verdaderamente felices
aunque no nos olvidemos.

Pareidolias creo que se llaman.
Reconocer, por ejemplo, imágenes en las nubes.
Y se pueden extender a los sonidos.
Que nadie me culpe.
Yo veía en sus palabras
las formas de los sueños que desde pequeño tuve.
Tenían sus manos
la forma de las piezas con las que resolví mi primer complicado puzle.
Todo encajaba.
Hasta cuando no me quería
yo veía en sus ojos formas dulces,
sus pupilas tenían la forma del beso que no sé si me dio
cuando yo sí la besé en aquel, para mí, mágico Burger.
Por eso, tuvo que pasar un buen tiempo,
hasta que por fin lo supe.
Las cosas no duelen cuando pasan,
ilógicamente duelen cuando se descubren.
No me quería.
De pronto se me empezaron a venir encima todos los lunes.

Pareidolias se llamaban.
Esa ingenua manera de mirar las cosas que tuve.
O quizás simplemente fue que me enamoré
de alguien que cambiaba de forma con la lentitud de las nubes.

Por lo menos, desde entonces, antes de ver formas en las cosas
dejo que el tiempo las empuje
y solo esas que no cambian de forma
son a las que miro, porque sé que no confunden.
Y así esta vez sé que sí me han dado el beso,
aunque esta vez me lo hayan dado también un lunes.

Las palabras escuecen más que las lágrimas…
y la ausencia y el olvido.

El alma aprendió a llorar
pero no aprendió a olvidar lo que se ha ido.
El corazón fue haciendo caso a las palabras
que el recuerdo le susurraba al oído.

Ni las palabras pueden aliviar
el dolor de un corazón herido.

Con la ausencia se arrugó el alma
y el corazón entró en los días
en los que ya no importa nada.
Los párpados se fueron cerrando
rodeados por cientos de lágrimas,
dejaron de ver lo que un día
puede que se llamara esperanza.

Y la soledad acecha
al que está enfermo de nostalgia.
Y el enfermo cree
que la soledad es la única esperanza.

Puede que dolieran,
sí, puede que escocieran aquellas lágrimas,
pero no hay arma tan poderosa contra el corazón
como la poesía, como las palabras…
como los versos que uno mismo se escribe
para intentar comprender por qué
ya no importa nada.

No creo que sea que la sigo echando de menos.
Es más bien
la satisfacción de saber
que no todo acabó tan mal como dijimos.

Ese megusta sin venir a cuento…
Yo que la conozco
noté en ello un guiño,
una reconciliación en la distancia,
de esas que no sirven para querer volver,
pero sí para saber que no fue tan malo todo.
Como una reconciliación hacia atrás,
como un juego que se traen nuestros recuerdos entre manos,
al margen de nosotros.

Por eso sentí esa satisfacción,
la satisfacción de saber que ya todo pasó
y que ya por fin no es triste echar de menos.

La vida cansa
y cansa también
saber que vamos a morir.
Por eso, no seamos dos,
seamos uno
y unamos nuestras fuerzas
que, separados, no nos bastan
para afrontar la vida
y afrontar la muerte
que cansa cada vez más
cuanto más sentimos
que hemos tirado la vida
por pensar tanto en la muerte
cuando aún estaba lejos,
cuando estaba aún muy lejos
aunque no lo supiéramos.
Pensar en la muerte cansa,
pero cansa más haber pensado tanto en ella.
Seamos uno, pues,
y unamos nuestras fuerzas
para olvidar
y ser eternos
y para no cansarnos nunca
ahora que aún nos queda poco tiempo.

Me declaro incapaz de seguir viviendo.
O, mejor dicho,
me declaro indispuesto,
que capaces hay muchos
por lo que veo.

Estoy harto de aprender
las horribles cosas que he tenido que ir aprendiendo:
que es sano mentir a veces,
que no es bueno ser bueno,
que es un cobarde
el que no se atreve a dar un beso,
que hay que dedicarse a lo que uno quiera,
eso sí, cuando ya nos hayamos buscado un buen sueldo,
que hay que disfrutar de la vida,
pero más tarde, después de trabajar, que si no hay demasiado tiempo.

Y yo no puedo más.
Me declaro indispuesto.
Tengo ganas de tumbarme en la vida
y, como en el agua, hacer el muerto.
Al fin y al cabo tengo todo lo que tiene el mar,
agua y sal, las lágrimas pueden ser mi sustento.

Voy a hacerme el muerto, sí,
abriré mucho los brazos y meteré el culo para dentro.
Así es como mi madre me enseñó
que había que hacerlo
en aquella época en la que aún estaba de acuerdo con las cosas
que iba aprendiendo,
cuando todavía me quedaba ilusión por cambiar
el instinto del ser humano aplicando nuevos medios,
cuando aún me quedaban además
buenas razones para hacerlo,
cuando aún no había ganado la batalla
la parte del ser humano que, no sé si para bien o para mal, nos llevó a ser esto.

Ahora supongo que ya como todos he llegado a esa edad
en la que a todos nos dan ganas de declararnos indispuestos,
pero como somos capaces
seguimos viviendo.