Es que es un fracaso.
Es que es haber gastado
—no quiero decir perdido—
mucho tiempo.
Es que es haberse acostumbrado
a no percibir que si se va rápido
el aire parece viento.
Es que es haberlo hecho mal
y encima no poder contárselo a quien siempre le contamos esto.
Es que terminar una relación
es arrepentirse de hacer lo correcto,
es llamarse a uno mismo tonto
por no haberse dado cuenta a tiempo.
Es enfadarse con los que decían que lo dejáramos
y con los que decían que siguiéramos.
Es tener angustia por salir,
pero más por refugiarse dentro.
Es desconfiar del destino
y creer que no sirve para algo todo lo que hacemos.
Si es que terminar una relación
no es solo sentirse solo, dejar de ser querido, estar lejos
es mucho más, es la bronca
que nos echan nuestros padres cuando nos caemos de pequeños,
es sentir que te ha fallado la mejor persona,
que eres torpe hasta para cuidar a quien más quieres, hasta para eso.
Es preferir mirar atrás en vez de al frente
porque hacia atrás se llora, pero se llora menos.
Es no tener ninguna esperanza,
es estar cuesta arriba y poner punto muerto.
Es que nos dé rabia hasta saber
que llegará un día en que nos alegremos.
Es que terminar una relación
es un fracaso. No hay duda de eso.
Pero como en todos los fracasos
se puede aprovechar el momento
para reorganizarlo y configurar bien todo
ahora que habrá que comprarse, como si fuera un móvil, un corazón nuevo.
Para eso no hace falta pensar
que se podría estar peor, que es injusto que nos quejemos,
ni siquiera
que todo lo cura el tiempo.
Hay que aceptar que se ha hecho mal,
que fuimos tontos, sí, que nos lo merecemos,
pero sabiendo que hay que continuar hacia adelante
por mucho que hacia atrás vayamos a llorar menos.
Que en la mochila de la vida
todos tenemos un agujero
por donde cualquier fracaso
siempre se va cayendo.
Si volvemos hacia atrás
nos reencontraremos
el fracaso caído
al volver a andar hacia delante de nuevo.