Yo no puedo recitar sin llorar.
Soy muy mal poeta.
Yo no soy como los demás.
A mí hay palabras que me saben a piel
y otras que me saben a bayeta.
Y hay otras que escribí con el alma
y que me traen demasiados recuerdos cuando vuelvo a leerlas,
palabras que no sé por dónde salieron
porque cuando quieren volver a entrar
duelen por cualquier sitio por el que lo intentan.

Yo no puedo recitar sin llorar.
Hay palabras que, aun repetidas, todavía aprietan.
Hay palabras que en su momento me sirvieron para olvidar,
pero hoy, carentes ya de rabia, solo recuerdan.

Yo no soy como los demás
o acaso es que los demás saben dominar mejor que yo las letras,
acaso las educaron antes de salir
y yo dejé que fueran saliendo como quisieran.
Me parecía injusto regañarlas:
hubo meses en que solo las tuve a ellas.

Y ahora que han aprendido más de la vida que yo
o que quizás han tenido que descartar menos promesas
o, qué sé yo, ahora que me miran de reojo
me duele mucho leerlas.

¿Ese era yo?
¿Soy el mismo ahora? ¿Cómo se puede echar de menos la tristeza?
¿Es posible que el tiempo
siempre vaya por delante como yo
porque huye de sus letras?

Yo no puedo recitar sin llorar,
pero no veo que el tiempo tampoco pueda.
Los que escribimos para dejar atrás
tal vez no deberíamos haber sido nunca poetas.

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