Dejadme tranquilo ahora.
Dadme un respiro.
Dejadme recobrar el aliento.
Siento como si todo el mundo estuviera muerto.
Siento como si no se pudiera estar más triste.
Pero es solo un momento.
No os preocupéis.
Sólo dejadme tranquilo un rato
Que luego volveré a ser el mismo de siempre,
el mismo que se hace viejo, que se ríe
y que se pone triste de repente.
El mismo amigo, el mismo hijo, el mismo.
Es solo esta canción
que me hace recordar que a veces estoy triste,
más triste que nadie,
más triste que esta canción,
la canción más triste del mundo
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He dejado a las estrellas pensando en tus palabras,
intentando entender por qué fueron las últimas.
He apagado mis pupilas
y he intentado soñar, como cuando escribía entonces, con la luna.
Se me han quitado las ganas de saber en qué pensabas
cuando aún mis promesas eran las mismas que las tuyas
y he apagado mis pupilas
porque pensar con el corazón nunca ayuda.
He dejado de darle a las cosas su importancia.
Todo da igual si aquellas palabras fueron las últimas.
¿Quién me lo iba a decir –y lo pensé–
que esta vez no se equivocaba al llorar aquella luna?
He apagado mis pupilas como quien apaga una lámpara
y he decidido caminar entre tinieblas y a oscuras.
No quiero amar ya a nadie,
no quiero amar a ninguna
hasta que las estrellas me digan por qué aquellas palabras
fueron las últimas.
No me vale el argumento
de que todos vamos a morir
y que es mejor vivir felices.
No me vale el argumento
de que los buenos al final
serán recompensados.
No me vale el argumento
de que todo está dispuesto así
desde un principio.
Me vale el argumento
de que todos vamos a morir
y que es mejor sufrir
intentando averiguar por qué morimos.
Me vale el argumento
de que los buenos al final
serán más sabios,
pero no serán premiados
por haberlo sido.
Me vale el argumento
de que todo está dispuesto así,
pero que somos capaces
de cambiarlo todo
de sitio.
Yo no puedo recitar sin llorar.
Soy muy mal poeta.
Yo no soy como los demás.
A mí hay palabras que me saben a piel
y otras que me saben a bayeta.
Y hay otras que escribí con el alma
y que me traen demasiados recuerdos cuando vuelvo a leerlas,
palabras que no sé por dónde salieron
porque cuando quieren volver a entrar
duelen por cualquier sitio por el que lo intentan.
Yo no puedo recitar sin llorar.
Hay palabras que, aun repetidas, todavía aprietan.
Hay palabras que en su momento me sirvieron para olvidar,
pero hoy, carentes ya de rabia, solo recuerdan.
Yo no soy como los demás
o acaso es que los demás saben dominar mejor que yo las letras,
acaso las educaron antes de salir
y yo dejé que fueran saliendo como quisieran.
Me parecía injusto regañarlas:
hubo meses en que solo las tuve a ellas.
Y ahora que han aprendido más de la vida que yo
o que quizás han tenido que descartar menos promesas
o, qué sé yo, ahora que me miran de reojo
me duele mucho leerlas.
¿Ese era yo?
¿Soy el mismo ahora? ¿Cómo se puede echar de menos la tristeza?
¿Es posible que el tiempo
siempre vaya por delante como yo
porque huye de sus letras?
Yo no puedo recitar sin llorar,
pero no veo que el tiempo tampoco pueda.
Los que escribimos para dejar atrás
tal vez no deberíamos haber sido nunca poetas.
Puedo inventar poemas.
Y me salen bien. Son bonitos.
Pero no se pueden comparar
con los que te escribo a ti. Son muy distintos.
Porque contigo es como si le dieras una patada a un balón
y la estallaras porque por un hueco la válvula se había salido.
Tú tocas el alma de mis cosas.
Es como si me mantearas cuando escribo.
Es como verlo todo estando muerto,
pero seguir vivo.
Es como no entender nada al escribir,
pero entenderlo todo cuando ya está escrito,
como sumergirme en las profundidades del amor
y no entender qué he hecho hasta que no he salido.
Contigo es más sencillo encontrar
el camino que he creído tomar cada vez que he escrito.
Contigo sé mucho mejor lo que me pasa.
Sé quién he intentado ser siempre,
contigo.
No me digas que sea menos humilde.
No me digas que tengo que saberme vender.
Los hay que lo hacemos todo siempre mal,
pero al final resulta que lo hemos hecho todo bien.
Si aprendí a ser humilde fue porque la vida
me demostró que celebrar no sirve para nada
porque siempre se vuelve a perder.
Si aprendí a no contentarme con nada
fue porque empecé a encontrar siempre un motivo más para crecer.
Me convencí de que se puede llegar más lejos,
de que hay siempre algo que nos queda por aprender
y da igual que no sepamos vendérselo a otros,
ellos al fin y al cabo se contentan solo con ser.
Pero yo soy humilde porque siento que soy poco,
porque me parecen solo pasos intermedios lo que termina bien,
porque me asusta terminar antes de haber llegado
o haber llegado pero haber hecho el camino al revés.
No me digas que sea menos humilde,
que creerme poco es mi manera de entender
que no quiero venderle a nadie nada
hasta que no sepa verdaderamente lo que es.
Se puede poner la cara con forma de sonrisa
sin estar sonriendo.
Se puede abrir los brazos y apretar
sin estar dando un abrazo.
Se puede estar leyendo un libro bueno
y no querer seguir leyendo,
respirar sin oler,
dejarse llevar,
dar patadas al aire
y sentirse solo rodeado de palabras, de libros,
de historias que no quieres que sucedan,
pero que ya ves que van sucediendo
a tu alrededor,
y que eres el eje que no gira,
pero el eje de otro mundo,
de otra soledad,
de otra vida.
Y puedes poner cara en forma de sonrisa
sin estar sonriendo,
y, aun así, sonreír.
Pero eso nadie lo ve
y, por eso, nadie te sigue leyendo.
Yo pensaba que la gente que se enamora locamente
en verdad no quería,
que era irracional idolatrar de esa manera,
que era confundir el amor con la vida.
Creía que había que encontrar el equilibrio,
no perder la perspectiva,
entender que se puede amar, sí,
pero también hay que vivir,
que si no amar es mentira,
que si no amar es un sueño
que probablemente acabe siempre en pesadilla.
No veía entonces
en qué fallaba mi teoría.
La había basado en parejas
en las cuales uno no quería.
Pero, si dos personas se enamoran locamente,
con que cada uno ponga una mitad bastaría,
pues con dos mitades de amor se ama mucho
y se vive mucho con dos mitades de vida.
¿Cómo lo descubrí?
Porque cuando me enamoré locamente de ella
empezó a ser más racional mi vida.
A veces me disgusto con la vida
y quiero pensar que no sirve para nada.
A veces me gustaría que se demostrara que somos un error
y decírselo a todos los que se ríen a la cara.
A veces siento que no hay solución,
que no merece la pena buscarla,
que la mejor manera de disfrutar de la vida es olvidándola.
Esas veces miro al cielo
y se me meten para dentro las lágrimas
y me voy sintiendo más feliz
cuanto más voy sintiendo que no soy nada.
Pero me asusta la alegría.
Me asusta que la felicidad se parezca tanto a la ignorancia,
a no hacer nunca preguntas
por si nadie sabe contestarlas.
Entonces bajo la vista y miro al suelo
y voy recuperando mi amarga esperanza.
Me quedo un momento callado
y sonrío al ver que se me cae una lágrima.
La vida tiene un precio
que no puedes pagar continuamente
Felipe Benítez Reyes
Puede que siempre hayas podido permitírtelo,
incluso que hayas invitado a otros a vida,
pero sabías que en algún momento
tus ahorros se acabarían.
Derrochaste mucho, fuiste generoso,
hacías lo que creías que debías.
No entendías que la gente no entregara como tú
tanto amor como de jóvenes sentíais.
Y te quedaste atrás,
dejaste de poder pagar la vida.
Y te asustaste.
Pero llegó ella
con tanta vida contenida.
Y encontraste ese billete entre las páginas del tiempo,
ese beso que guardaste, por si acaso, un día,
esa lágrima olvidada,
esa forma de ser tan tuya que creíste que nunca volvería.
En el fondo sabías que en algún momento
no podrías permitirte la vida
y guardaste ese poco
aun suponiendo que no valdría.
Pero llegó ella
y te enseñó a gestionar tu alegría,
te enseñó que no está mal ser generoso,
que el precio de las cosas no funciona igual que el precio de la vida,
que en el amor cuanto más se gasta
más se confía,
que la vida así te da más préstamos
y como mucho te los pide de vuelta en forma de poesía.